Pepe Mujica: El último rebelde que conquistó al mundo con un escarabajo y una filosofía de vida

Pepe Mujica: El último rebelde que conquistó al mundo con un escarabajo y una filosofía de vida

Murió José “Pepe” Mujica, el político que redefinió la figura presidencial con una humildad que asombró al planeta. A los 89 años, se apagó la vida del expresidente uruguayo que cambió la forma en que el mundo mira a sus líderes, no por el poder que ejerció, sino por la sencillez con la que lo hizo.

Su vida fue una montaña rusa de lucha, prisión, poder, ideas incómodas y mensajes que recorrieron el planeta. De joven guerrillero tupamaro a presidente, Mujica vivió como pensaba y murió como vivió: sin adornos, sin rodeos, fiel a sí mismo.

Durante su mandato entre 2010 y 2015, prefirió seguir viviendo en su modesta chacra a las afueras de Montevideo junto a su esposa, Lucía Topolansky. No tuvo guardaespaldas ostentosos, ni lujos, ni sirvientes. Se trasladaba en un Volkswagen escarabajo de 1987, cultivaba flores, compartía su tiempo con una perra de tres patas llamada Manuela y donaba la mayor parte de su salario. Medios internacionales lo apodaron “el presidente más pobre del mundo”, un título que él siempre rechazó con una mezcla de ironía y filosofía.

“Pobres son los que quieren más”, dijo alguna vez, sentando cátedra con la tranquilidad de quien ha conocido tanto la cárcel como el poder.

Antes de ser presidente, pasó más de 14 años preso, la mayoría bajo un régimen de aislamiento brutal. Fue uno de los “nueve rehenes” de la dictadura militar uruguaya, amenazado de muerte si su antigua guerrilla volvía a actuar. Fue torturado, sobrevivió a disparos y fugas cinematográficas, y aseguró que en la soledad aprendió a conocerse profundamente, al punto de conversar con hormigas durante sus peores delirios.

Desde esa oscuridad, emergió transformado. Militó, fue electo diputado, senador y ministro, hasta que en 2009 ganó la presidencia con el 53% de los votos. Tenía 74 años y aún era un desconocido para muchos fuera de Uruguay. Poco después, el mundo lo descubrió.

Su discurso en la cumbre de Río+20 en 2012 fue un punto de inflexión global. Con palabras sencillas y contundentes, criticó el consumo desmedido, llamó a reconectar con la felicidad y puso sobre la mesa temas que rara vez ocupaban el podio de un presidente: el amor, la amistad, el tiempo. El video de su intervención se volvió viral y, sin redes sociales, se convirtió en ícono.

Durante su gobierno, impulsó reformas históricas como la legalización del matrimonio igualitario, la despenalización del aborto y el innovador marco regulatorio del mercado de marihuana. Aseguraba que no era usuario, pero defendía la legalización como estrategia para arrebatar terreno al narcotráfico. Las críticas no faltaron: el déficit fiscal aumentó, la educación no mejoró como prometió, y el país quedó dividido sobre su legado.

Aun así, terminó su presidencia con un 70% de aprobación. Fue nombrado uno de los 100 personajes más influyentes del mundo por Time, Uruguay fue elegido país del año por The Economist y su figura inspiró a generaciones desencantadas con la política tradicional.

La muerte, a la que nunca temió, llegó luego de una batalla contra un cáncer en el esófago. “Más de una vez anduvo la parca rondando”, declaró al anunciar su enfermedad. Renunció a tratamientos agresivos y asumió su destino con la misma serenidad con la que enfrentó la vida. En sus últimas apariciones, celebró los triunfos de sus compañeros políticos, como la elección de Yamandú Orsi y el fortalecimiento del Frente Amplio, sin buscar protagonismo ni figurar en listas.

Dejó una huella tan honda como inusual: la de un presidente que predicó con el ejemplo, que nunca usó corbata, que convirtió una vida marcada por la guerra en una lección sobre la paz. José Mujica no solo fue un político. Fue un fenómeno cultural. Un símbolo. Un recordatorio de que la coherencia, la humildad y la ternura también pueden ser revolucionarias.

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